martes, 21 de junio de 2011

Sexo: el mayor demonio en el infierno, por el Doctor Miguel Ruiz


Si fuésemos capaces de sacar a los seres humanos de la creación del universo,veríamos que toda ella -las estrellas, la Luna, las plantas, los animales, todas las cosas – es perfecta tal y como es. La vida no necesita justificaciones ni juicios; sin nosotros sigue funcionando igualmente.
Ahora bien, si incluyes a los seres humanos en la creación, pero arrebatándoles la capacidad de juzgar, descubrirás que somos exactamente iguales al resto de la naturaleza. Ni buenos ni malos ni tenemos razón ni estamos equivocados: somos sencillamente como somos.
En el Sueño del Planeta, tenemos la necesidad de justificarlo todo: hacer que todo sea bueno o malo, correcto o incorrecto, cuando, sencillamente, las cosas son como son y punto.

Los seres humanos acumulamos muchos conocimientos; aprendemos todas esas creencias, toda esa moral y las reglas de nuestra familia, de la sociedad y de la religión. Basamos la mayor parte de nuestra conducta y de nuestros sentimientos en esos conocimientos. Creamos ángeles y demonios, y claro, el sexo se convierte en el mayor demonio del infierno. El sexo es el mayor pecado de los seres humanos, cuando el cuerpo humano está hecho para el sexo.
Biológicamente eres un ser sexual, y no hay más. Tu cuerpo es muy sabio. Toda la inteligencia reside en los genes, en el ADN. El ADN no necesita comprender ni justificar las cosas; sólo sabe. El problema no reside en el sexo. El problema reside en el modo en que manipulamos el conocimiento y en nuestros juicios, cuando, en
realidad, no hay nada que justificar. A la mente le resulta muy difícil rendirse, aceptar que es, sencillamente, como es. Tenemos toda una serie de creencias sobre lo que debería ser el sexo, sobre cómo deberían ser las relaciones, y esas creencias están completamente distorsionadas.
En el infierno pagamos un precio muy alto por un encuentro sexual, pero el instinto es tan fuerte que, de todos modos, lo hacemos. Entonces, sentimos mucha culpa y mucha vergüenza; oímos todos los chismes sobre el sexo. «¡Oh! ¡Mira lo que está haciendo esa mujer! ¡Mira a ese hombre!» Tenemos una definición completa de lo
que es una mujer, de lo que es un hombre, de cuál debería ser el comportamiento sexual de una mujer y de cuál debería ser el comportamiento sexual de un hombre.

Los hombres son siempre demasiado machos o demasiado débiles, dependiendo de quien los juzgue. Las mujeres son siempre demasiado delgadas o demasiado gordas. Tenemos todas esas creencias sobre cómo debería ser una mujer para ser considerada hermosa.
Tienes que comprar la ropa adecuada, crearte una imagen apropiada a fin de resultar seductora y ajustarte a esa imagen. Si no encajas en esa imagen de belleza, creces con la creencia de que careces de valor, de que no le gustarás a nadie.
Nos creemos tantas mentiras sobre el sexo que no lo disfrutamos. El sexo es para los animales. El sexo es maligno. Deberíamos avergonzarnos de tener sentimientos sexuales. Estas reglas sobre el sexo van completamente en contra de la naturaleza y sólo son un sueño, pero nos las creemos. Tu verdadera naturaleza aflora y no encaja con todas esas reglas. Te sientes culpable. No eres lo que deberías ser. Eres juzgado; una víctima. Te castigas a ti mismo y no es justo. Esto abre heridas que se infectan con veneno emocional.
La mente juega a este juego, pero al cuerpo no le importa lo que la mente crea; el cuerpo sólo siente la necesidad sexual. En un momento determinado de nuestra vida nos resulta imposible no sentir una atracción sexual. Esto es completamente normal; no comporta ningún problema. El cuerpo sentirá un deseo sexual cuando se excite, cuando sea tocado, cuando sea visualmente estimulado, cuando vea la posibilidad de sexo. El cuerpo puede sentir un deseo sexual, y unos minutos más tarde, dejar de sentirlo. Si la estimulación cesa, el cuerpo deja de sentir la necesidad de sexo, pero la mente es otro cantar.
Digamos que estás casada y que recibiste una educación católica. Tienes todas esas ideas sobre cómo debería ser el sexo: sobre lo que es bueno o malo o correcto o incorrecto, sobre lo que es pecado y lo que resulta aceptable. Necesitas firmar un contrato para que el sexo sea aceptado; si no lo haces, el sexo es pecado. Has dado tu palabra de que serás fiel, pero un día, cuando vas por la calle, un hombre se cruza en tu camino. Sientes una fuerte atracción; el cuerpo siente la atracción. No hay ningún problema porque no significa que vayas a emprender una acción, sin embargo, eres incapaz de evitar ese sentimiento porque es algo completamente normal. Cuando el estímulo desaparece, el cuerpo lo libera, pero la mente necesita justificar lo que siente el cuerpo.
La mente «sabe», y ahí reside el problema. Tu mente sabe, tú sabes, pero ¿qué es lo que sabes? Sabes lo que crees. No importa si es bueno o malo, adecuado o inadecuado, correcto o incorrecto. Has sido educada para creer que eso es malo, y de inmediato, haces ese juicio. En ese momento empieza el drama y el conflicto.
Más adelante piensas en ese hombre, y sólo con pensar en él, tus hormonas vuelven a aumentar. Dada la poderosa memoria de la mente, es como si tu cuerpo volviese a verlo de nuevo. El cuerpo reacciona porque la mente piensa en ello. Si la mente dejase al cuerpo en paz, la reacción se desvanecería como si nunca hubiese
tenido lugar.
Pero la mente lo recuerda, y como sabes que no está bien, empiezas a juzgarte. La mente dice que no está bien e intenta reprimir lo que siente. Pero, cuando tratas de reprimir tu mente, adivina qué ocurre. Piensas todavía más en ello. Entonces vuelves a ver a ese hombre, y aunque esta vez la situación sea distinta, tu cuerpo reacciona con mayor fuerza.
Si la primera vez hubieses liberado el juicio, ahora quizás al verlo por segunda vez, no experimentarías ninguna reacción. Sin embargo, en estos momentos, al verlo, tienes sentimientos sexuales, juzgas esos sentimientos y piensas: «Oh, Dios mío, no está bien. Soy una mujer terrible». Necesitas ser castigada; eres culpable; y de este modo entras en una espiral descendente, por nada, porque todo está en la mente.

Quizás ese hombre ni siquiera ha advertido tu existencia. Empiezas a imaginarte toda la escena, haces suposiciones y llegas a desearlo todavía más. Entonces, por la razón que sea, lo conoces, hablas con él y te resulta maravilloso. Al final se convierte en una obsesión; es muy atractivo, pero te da miedo.
Acabas haciendo el amor con él y es, a la vez, la mejor y la peor experiencia que has tenido. Ahora realmente necesitas ser castigada. «¿Qué clase de mujer permite que su deseo sexual sea más importante que sus principios morales?» Quién sabe a qué juegos va a jugar la mente. Sientes dolor, pero intentas negar tus sentimientos; intentas justificar tus acciones a fin de evitar el dolor emocional. «Bueno, probablemente mi marido hace lo mismo.»
La atracción cobra fuerza, pero no es a causa del cuerpo, sino de la mente, que está siguiendo un juego. El miedo se convierte en una obsesión, y así, el que sientes en relación a tu atracción sexual se intensifica. De este modo, cuando haces el amor con él, tienes una gran experiencia, pero no porque él sea maravilloso ni tampoco porque lo sea el sexo, sino porque liberas toda la tensión y todo el miedo.

Entonces, para que vuelva a crecer de nuevo, la mente sigue creyendo en el juego de que es así por el hombre, pero eso no es verdad. El drama sigue creciendo y no se trata de otra cosa que de un sencillo juego mental. Ni siquiera es real. Tampoco es amor, porque una relación como esta se vuelve muy destructiva. Es autodestructiva porque te hieres a ti misma y lo que más te duele es lo que crees. No importa que tus creencias sean correctas o incorrectas, buenas o malas, estás rompiendo con ellas, algo deseable cuando se hace a la manera del guerrero espiritual, pero no cuando se hace a la manera de la víctima. Y lo que estás haciendo es utilizar esa experiencia para adentrarte más profundamente en el infierno, no para salir de él.
Tu mente y tu cuerpo tienen unas necesidades completamente diferentes, pero la mente controla al cuerpo. Este tiene unas necesidades que no es posible evitar: comer, beber, guarecerse, dormir y satisfacerse sexualmente. Todas esas necesidades son completamente normales y muy fáciles de satisfacer. El problema reside en que la mente dice que esas son «sus» necesidades.
En nuestra mente creamos una imagen dentro de esta burbuja de ilusión. La mente se responsabiliza de todo. Piensa que tiene necesidad de comida, de agua, de cobijo, de ropa y de sexo, aunque lo cierto es que no la tiene, ya que no experimenta necesidades físicas. La mente no necesita comida, no necesita oxígeno ni agua, ni tampoco sexo.
Pero ¿cómo sabemos que esto es verdad? Cuando tu mente dice: «Necesito comida» y comes, el cuerpo se siente completamente satisfecho, pero no la mente, que sigue pensando que todavía necesita más. Entonces sigues comiendo sin parar, y, aun así, no eres capaz de que tu mente se sienta satisfecha, porque esa necesidad no es real.
La necesidad de cubrir el cuerpo es otro ejemplo. Sí, el cuerpo necesita ser cubierto cuando el viento es demasiado frío o cuando el sol quema en exceso, pero quien tiene esa necesidad es el cuerpo y es fácil satisfacerla. Por eso, cuando la necesidad está en la mente, aunque te eches encima toneladas de ropa, la mente seguirá necesitando más.
Entonces abres el armario, y aunque está lleno de ropa, tu mente no se siente satisfecha, así que dices: «No tengo nada que ponerme».
La mente necesita otro coche, otras vacaciones, una casa para invitar a tus amigos: todas esas necesidades que no eres capaz de satisfacer plenamente están en la mente.
Pues bien, lo mismo ocurre con el sexo. Cuando la necesidad está en la mente, no es posible satisfacerla. Cuando la necesidad está en la mente también están ahí todo el juicio y todo el conocimiento, lo que hace muy difícil hacerle frente al sexo. La mente no necesita sexo. Lo que realmente necesita es amor, no sexo. Más que la mente, es tu alma la que necesita amor, porque tu mente es capaz de sobrevivir con el miedo.

El miedo también es energía y alimento para la mente: no exactamente el alimento que deseas, pero funciona.
Necesitamos liberar al cuerpo de la tiranía de la mente, ya que cuando ésta deja de necesitar comida y sexo, todo resulta muy fácil. Para ello, el primer paso que hay que dar es dividir las necesidades en dos categorías: en las necesidades que tiene el cuerpo, y en las necesidades que tiene la mente.
La mente confunde las necesidades del cuerpo con las suyas porque necesita saber: «¿Quién soy yo?». Vivimos en un mundo de ilusión y no tenemos la menor idea de qué somos. Por lo tanto, la mente elabora todas estas preguntas. «¿Qué soy yo?» se convierte en el mayor misterio y cualquier respuesta satisface la necesidad de sentirse a salvo. La mente dice: «Yo soy el cuerpo. Yo soy lo que veo; yo soy lo que pienso; yo soy lo que siento; siento dolor; estoy sangrando».
La afinidad entre la mente y el cuerpo es tan grande que la mente se cree el siguiente postulado: «Yo soy el cuerpo». El cuerpo tiene una necesidad y la mente dice: «Yo necesito». La mente se toma como algo personal todo lo que tiene relación con el cuerpo porque intenta comprender «¿Qué soy yo?». Por eso resulta completamente normal que, en un momento determinado, la mente empiece a ganar control sobre el cuerpo. Y vives tu vida de esta manera hasta que sucede algo que te conmociona y te permite ver lo que no eres.
Sólo empiezas a cobrar conciencia cuando ves lo que no eres, cuando tu mente empieza a comprender que no es el cuerpo. Cuando se dice a sí misma: «Entonces, ¿qué soy yo? ¿Soy la mano? Si me corto la mano, todavía sigo siendo yo. Entonces, no soy la mano». Eliminas lo que no eres hasta que, al final, lo único que queda es lo que realmente eres. La mente atraviesa un largo proceso hasta descubrir su propia identidad. En ese proceso liberas tu historia personal, lo que te hace sentir seguro, hasta que finalmente comprendes lo que en verdad eres.
Descubres que no eres lo que crees que eres porque nunca escogiste tus creencias, que estaban ahí cuando naciste. Descubres que tampoco eres el cuerpo, porque empiezas a funcionar sin él. Empiezas a advertir que no eres el sueño, que no eres la mente. Y si profundizas más, te llegas a dar cuenta de que tampoco eres el alma.
Entonces, lo que descubres resulta verdaderamente increíble. Descubres que lo que eres es una fuerza: una fuerza que le permite a tu cuerpo vivir, una fuerza que permite que tu mente sueñe.
Sin ti, sin esa fuerza, tu cuerpo se derrumbaría. Sin ti, todo tu sueño se disolvería hasta convertirse en nada. Lo que realmente eres es esa fuerza que es la Vida.

Y si miras a los ojos de alguien que esté cerca de ti descubrirás esa conciencia propia, la manifestación de la Vida que brilla en ellos. La vida no es el cuerpo, no es la mente, no es el alma. Es una fuerza, y por medio de esta fuerza un recién nacido se convierte en un niño, en un adolescente, en un adulto; se reproduce y envejece. Cuando la Vida abandona el cuerpo, este se descompone y se convierte en polvo.
Eres Vida que atraviesa tu cuerpo, que atraviesa tu mente, que atraviesa tu alma. Y una vez que descubres esto, no con la lógica, no con el intelecto, sino porque la sientes, descubres que eres la fuerza que hace que se abran y se cierren las flores, que hace que el colibrí vuele de una flor a otra, que estás en cada árbol, en cada animal, en cada vegetal y en cada roca.

Eres esa fuerza que mueve el viento y que respira a través de tu
cuerpo. Todo el universo es un ser viviente movido por esa fuerza, y eso es lo que tú eres. Eres vida.


 Sobre el autor

El doctor Miguel Ruiz es un maestro de la escuela tolteca de tradición mística. Combina su mezcla única de conocimientos en talleres, conferencias y viajes guiados a Teotihuacán, México. En esta antigua ciudad de las pirámides, conocida por los toltecas como el lugar en el que «el hombre se convierte en Dios», el doctor Miguel Ruiz sigue el proceso que los antiguos profetas trazaron para guiar a los buscadores a través de sus niveles ascendentes de conciencia

1 comentario:

Crisol dijo...

Muy bueno. En verdad, los humanos somos una catástrofe.